Los padres nuestros se van haciendo cada vez más fuertes y rápidos. La casa se ha llenado de mujeres y niños y en la calle se quedan los hombres, quienes, mientras escuchan el Dios te Salve se preparan un tequilita para aguantar la noche.
El frío comienza a congelar mis pies y mi cara, me abrazo a mí misma cuando alguien llega a ofrecerme un café o un atolito, tomo un vaso a medio llenar. Atrás alguien carga la charola de pan: conchas, cuernos, ojo de buey, orejas… tomo una mantecada; y mientras algunos soplan a su café para enfriarlo un poco, otros, los más adultos, sentados en círculo y con libros deshojados, sin pasta y amarillentos entre sus manos entonan canciones religiosas.
En la sala 9 veladoras alumbran los montones de flores que se encuentran al pie del féretro, en cada esquina los cirios a medio consumir bailan al compás del aire de la noche. Una corona al frente con flores rojas y blancas, dos más amontonadas del lado derecho y otra en el izquierdo anuncian quién las envía.
La caja de madera, cuyos adornos metálicos en la esquina representan la Última Cena de Cristo, ocupa el centro de la habitación y es objeto de miradas de propios y extraños. Murmullos. Muchos murmullos. Algunos preguntan por la ahora viuda y otros contestan que no ha salido de su cuarto, pasan las hijas, salen y entran, luego vuelven a salir para entrar de nuevo en silencio, siempre en silencio.
Son casi las diez de la noche y termina el rosario. Toda la gente se dispersa, unos salen a la calle y otros aprovechan las sillas que quedan vacías para sentarse; los conocidos se saludan, los “cómo estas” se hacen oír por todos lados y las respuestas son variadas: “bien”, “asimilando las cosas” “bien y tú” o simplemente asientan la cabeza dibujando una medio sonrisa en su rostro.
Conforme avanza la noche el frío se hace sentir con más fuerza, pero las personas lo combaten con su café, con su atole, con sus chales o con sus cubas… de pronto se escucha afuera señores ancianos entonar “al cielo, al cielo, al cielo quiero ir”, mientras que otro grupo de señores adentro también comienzan a cantar, los de afuera el coro, los de adentro las estrofas.
La noche es larga, las personas comienzan a platicar. Platican de muertos: “un estudio que hicieron comprobó que cuando uno se muere, pierde 30 gramos de peso”, “sí, ya vez que a veces los entierran y luego cuando los sacan están rasguñados”, “hace rato el muerto estaba solito, solito, solito, no había nadie allí”… o del trabajo: “ahorita casi no hay chamba” “pues he vendido poco”… o reflexiones: “y uno que se quiere morir con tantos problemas, ahora imagínate esto”…
La calle se ha llenado de coches estacionados en ambos lados de la acera, los de la casa comienzan a sacar más sillas, algunos se sientan, otros se recargan en los autos, se saludan y platican. Casi nadie llora ni los rostros palidecen. Sólo dos o tres hermanos pierden la mirada en el vacío recordando lo que fue y ya no es, se estrujan los ojos y se tallan la cara. Observan el cajón y la mirada se les nubla.
Una señora se levanta seguida por su esposo, se persigna y comienza un nuevo rosario, la noche se llena de “Aves Marías” y “Dios te Salve”. La gente se golpea en el pecho y repiten una y otra vez el “ruega por él”.
Es Daniel. Uno más de las tantas personas que han sido atacadas por el cáncer, esta vez en el pulmón. Inoperable. Tres meses estuvo en cama: luchando, resistiéndose al diagnóstico médico, rezando, suplicando un milagro que no llegó.
Es cerca de la media noche y ya sólo quedan unas cuantas personas; solo la familia; se han rezado ya varios rosarios y los ancianos han cantado todas las canciones que se sabían. Las hermanas ya no pasan con el café ni el atole ni el pan. Las sillas comienzan a sobrar y casi nadie tiene de qué más platicar. Miran el féretro. Lo miran. Miran las flores y los cirios, y todas las miradas se pierden entre las llamas de las veladoras y el olor de los tulipanes…
Los gallos cacaraquean una vez, las personas se paran para desentumir sus pies, se estiran y se vuelven a sentar. Otra vez se escucha el canto de los gallos y la noche negra comienza a ser desaparecida por el sol que ya anuncia su llegada. Varios cierran los ojos y clavan su cara en el pecho: dormitan…
Ahora suenan las campanas de la iglesia, se escucha el tum tum soñoliento, despacio, casi con flojera; la gente sabe que ya es hora, así que se levantan y ven a Daniel por última vez, apagan las veladoras, recogen las flores y las suben a las camionetas. Llega la carroza y entre cuatro sacan el ataúd, lo acomodan, cierran la puerta y arrancan.
La sala que apenas la noche anterior estaba llena de gente, de flores, de coronas y veladoras se ha quedado vacía. Sin nada. Sin nadie. Sin ruido. Adornada solamente por un clavel rojo tirado en el suelo, un clavel marchito, un clavel muriéndose.
- Comunicóloga por la Universidad Autónoma de Querétaro