La fuente de ingresos principal de mi familia era vender enchiladas por la noche en el mercado de San José Iturbide, así que los preparativos comenzaban como desde las tres de la tarde: hacer el chile, ir por las tortillas o esperar que Doña Luz Hernández llegara con ellas, eran hechas a mano, las de la tortillería no eran adecuadas para hacer las enchiladas, porque entre la remojada en el chile y freírlas se corría el riesgo de que se hicieran pedazos apenas tocaran el comal, que ya tenía una buena dotación de manteca de puerco hirviendo.
Tienda de Don Indalecio
A mi escasos siete u ocho años de edad, a mediados de los setentas, mi trabajo consistía en encender el carbón, que lo llevábamos hecho brasas en un bote chilero, hasta que llegábamos al mercado y lo vaciaba en la hornilla, para poder encenderlo, comprábamos petróleo en la tienda de Don Indalecio Montes, quien en un pasillo, a un lado de la tienda, tenía un tambo con un sifón de lámina, con el que sacaba el combustible, que era de un color violeta muy transparente, llenaba un litro como el de los lechero, y con un embudo si uno llevaba una garrafa vaciaba el petróleo, si era una recipiente abierto directamente lo vaciaba, yo compraba unos cinco pesos de petróleo que serviría para encender el carbón para las enchiladas, pero también para encender la leña del fogón y el aparato que teníamos en la cocina, que por cierto duró mucho tiempo siendo de techo de tejamanil y piso de tierra.
Recuerdo a Don Indalecio, un hombre no muy alto, cara regular, con grandes bigotes y de manos gruesas, usaba sombrero, guaraches, camisa blanca, pantalón y chamarra de mezclilla, de trato seco y voz grave, por lo general siempre lo acompañaba su esposa, la tienda no era muy grande, vendían lo básico, pero para aquellos tiempos, estaba bien, pues tampoco había mucho dinero para comprar, esta tienda que no tenía nombre, se ubicaba a solo dos casas de la esquina de la calle Degollado y Revillagigedo.
Tienda de Don Jesús Briseño
Cuando vivía más cercano a la calle principal antes conocida como la Calle Real, hoy Avenida Hidalgo, otra tienda que estaba cercana a mi rumbo de la Adoberia, era la de Don Jesús Briseño, papá de un reconocido profesor del mismo nombre, en esa tienda que se ubicaba en la calle de Juan Aldama, como a unas cinco casas después de la esquina con la calle Valentín Gómez Farías, prácticamente vendía lo mismo que en otras tiendas, yo llegué a ir para comprar una Coca-Cola familiar, la presentación más grande de este tipo de refresco, era de un litro, en envase de vidrio, en casa éramos cuando menos cinco de familia, y con ella nos alcanzaba para todos, pero solo eso sucedía si era domingo, porque además de la Coca-Cola familiar, podíamos disfrutar de una lata de sardinas, arroz y frijoles, acompañados con salsa de molcajete y tortillas hechas a mano, total era domingo, los otros días no nos dábamos esos lujos.
En ocasiones en la tienda de Don Jesús, llegué también a comparar unas galletas que eran parecidas a las Marías, pero redondas y que tenían un betún duro en uno de sus lados, había de colores verde, naranja, azul, rosa, rojo y amarillo (creo que las llamaban “betunitas”), y acompañadas de un café sabían a pura gloria, porque se deshacían poco a poco, de lo duro que estaban, así que la emoción de saborearlas duraba un rato.
Tienda de Don José Ledesma
Don José Ledesma era otro tendero, todo un personaje el señor, su vestimenta incluía gorra vasca, delantal y camisa blanca con las mangas arremangadas hasta los codos, de brazos y manos velludas, para mí era el típico tendero español de las películas, tenía su tienda en la esquina de José Santos Degollado y Conde de Revillagigedo, allí se podía comprar aceite a granel, manteca de cerdo, velas o ceras, fideo en greña, y lo que más me gustaba, las tostadas, que era un pan en forma de tortilla dura con sabor a piloncillo, aunque si no había lo podía cambiar por una panela o de plano por una queretana, además allí siempre por casi nada podías comprar un cuadrito de dulce de jamoncillo (dulce de lecha con canela), por cierto su esposa Doña Tomasita que era catequista y nos daba clases, como premio nos daba uno de esos dulces de jamoncillo.
Tienda de las Arvizu
Cuando de algún festejo se trataba, como el día de las madres (prácticamente era el único), las tiendas que debías visitar si tenías dinero para un obsequio, era la de “Las Agripinas“ (tiempo después las conocimos como las señoritas Arvizu), que tenían una de las tiendas más surtidas, en perfumería, regalos, abarrotes y latería (recuerdo las sopas Campbell), esta tienda se ubicaba casi frente al templo de la Santa Casa, además vendían los sabrosos dulces Constanzo que entre otras delicias estaban los chocolates en forma de canastita, las lenguas de gato, los cacahuates y la nuez encanelada.
Tienda de Don Abdías
Aunque muy alejada del centro una tienda más que merecía visitarse cuando la ocasión ameritaba dar un regalo, era la tienda de “Don Abdías”, allá en la esquina de Manuel Doblado y José María Morelos, además de abarrotes, tenía papelería y regalos, que cubrían las necesidades de aquellos tiempos.
Tienda “El Buen Gusto”
“El Buen Gusto” es una tienda que permanece vigente, aunque tuvo sin duda mejores momentos, hoy queda como el último vestigio, de lo que era el comercio local, desde principios del siglo XX, con su gran mostrador de madera que tenía inserto un metro de latón, que servía para medir los metros de tela, listón, bies, hule para resortera, resorte, o cualquier cosa que se vendiera por metros, también contaba con un descansa pie de latón, sus anaqueles de madera de piso a techo estaban llenos de caja de cartón algunas con publicidad de productos que ya no existen, igual contaba con un cielo falso decorado con motivos florales, allí podías comprar desde un regalo para el día de las madres, para bodas, cumpleaños, bautizos, confirmaciones, telas, cristalería, mercería, igual que podías comprar municiones o balas para armas calibre veintidós principalmente, quienes te atendían además de sus hermanas era Don Marciano Arvizu, lo más que llegué a comprar fue una taza y un plato de vidrio que envuelto en celofán con un moño rojo, regalo para mi mamá en un festejo del día de las madres.
Tienda “Las Atoleras”
Una tienda de la que nunca supe cómo se llamó en realidad, porque no tenía nombre y que estaba por el rumbo de la Plaza del Caracol, casi en la esquina con Ignacio López Rayón, era una casa común y corriente, donde se vendían golosinas, lo que más recuerdo eran las ollitas de barro repletas de dulce de tamarindo picoso, a quienes atendían allí, las conocimos por “Las Atoleras”, supongo que además de algunos dulces vendían atole y tamales, pero lo que conservo en el recuerdo es la sensación al disfrutar de las ollitas, que se pegaban a la lengua por ser de barro crudo.
Tienda de Don Matías
Don Matías tenía una tienda muy cerca del mercado, sobre la calle Aldama en la cuadra antes de llegar al Jardín Principal, era atendida por Don Matías, hombre de complexión muy delgada, de pelo chino, que además de tendero, se desempeñaba también de chofer, y su esposa, una señora robusta, alta, atenta, risueña y de voz agradable, era de las pocas tiendas en el centro que cerraban tarde (como a las once de la noche), vendían abarrotes y estaba bien surtida.
Tienda de “Chagua”
La Tienda de “Chagua” estaba ubicada en la calle principal, a tres casas de la esquina de Av. Miguel Hidalgo y Nicolás Campa, esta tienda estaba bien surtida de abarrotes y latería, podías encontrar algunas cosas para repostería, que en otras tiendas era prácticamente imposible, además de chocolates y dulces Constanzo, las sabrosas queretanas, así como café molido, que aromatizaba toda la tienda.
La Tienda “La Balanza”
Si de alegrarnos la vida se trataba, no éramos exigentes, los niños de mi generación no nos aburríamos, porque cuando no era temporada de la llegada de las húngaras, era tiempo de ver películas en la Plaza del Caracol, que como parte de sus promociones traían empresas cigarreras, otra diversión era ver la avioneta que pasaba a baja altura, y que con un altavoz nos invitaba a ir hasta el Jardín Principal, para que recogiéramos las pelotas que iba dejando caer, entre la gritería y jaloneos de los chiquillos de mis tiempos; había tiempos marcados en nuestro calendario infantil para jugar al trompo con el que se competía en las suertes de: picotazos, hacerlo girar por más tiempo y para los más duchos hacerlo bailar en la mano o sobre la cuerda, también podías jugar a las canicas (molotas, cuicas, ponches, estrellitas y pirringas), al balero que siempre era de madera con el que se hacían competencias de capiruchos, el yoyo de madera o de plástico, con él solo los expertos podían hacer el perrito, hacerlo patinar, dar la vuelta al mundo o el columpio, incluso en ocasiones se hacían demostraciones con profesionales de este juego en el Jardín Principal, tener un yoyo de plástico Duncan, Duncan Imperial, Ducan Boy o Ducan Mariposa, era otra cosa.
También había una temporada para competir en llenar los álbumes o planillas de figuritas, las podías guardar, pero la idea era jugar con ellas a los volados, intercambiarlas y conseguir alguno de las muchos regalos que había en la Tienda de “La Balanza”, allí mismo podías cambiar y comprar con los billetitos de muchas denominaciones, llevar pacas y pacas, necesarias para llevarte un premio, esta tienda que se ubicaba en la Plaza Principal esquina con la Calle Vicente Guerrero (aún permanece la marquesina y su letrero) en el mero centro de la ciudad, Don Fernando Ledesma (quien fuera Presidente Municipal en el periodo 1967-1969) y su esposa Doña Evangelina, no se daban abasto para atender a los chiquillos que nos arremolinábamos para comprar los sobrecitos de las estampitas o de billetitos, (siempre bajo la mirada serena de su gato gris, que nos observaba desde la panera vacía), con los que dejábamos tapizada de basura la tienda y la banqueta, apenas salíamos y ya estábamos intercambiando o jugando a la suerte, para poder llenar el álbum, la planilla o tener la mayor suma de dinero (en billetitos) no era nada sencillo, y más cuando sabíamos que había una figurita difícil, la emoción es cuando lo lograbas y podías reclamar alguno de los premios que se exhibían en la tienda, pegados en unos cartones de casi un metro cuadrado, cada planilla o álbum lleno, tenía su premio, así había una gran competencia para poder ganar el más grande o el más costoso, yo siempre quise el helicóptero, pero con los montones de dinero (billetitos) que logre juntar en alguna ocasión, lo más que pude ganar y con mucho esfuerzo fue un monito con cuerpo de trapo y una cabeza parecida a una capsula que adentro traía un balín de metal, y que al tratar de sentarlo daba algunas marometas, no era la gran cosa pero para mí, era un gran logro que lleve feliz a mi casa.
Tienda “La Sultana”
Don Alejandro Rodríguez, tenía a su cargo la tienda “La Sultana”, era una tienda de época, que cuando la conocí como cliente, ya tenía su historia, pues su funcionamiento ya había pasado por generaciones, entrar en ella era como transportarse en el tiempo hacia el pasado de San José Iturbide, su mostrador de piedra de granito negro que siempre permanecía lustroso, y que lo soportaba una base de madera en color gris claro sin brillo, dividido por una especie de columnillas espaciadas de forma simétrica por toda la base, en sus estantes de madera toda la tienda era un muestrario atiborrado de olores, sabores, colores y formas, con aroma a petróleo, por aquí envoltorios de tequesquite, de piloncillo, de azúcar, de sal, de chocolate, bolsas de yeso, por allá velas, ceras, parafinas, velones y cirios, colgando arriba bolsas para el mandado, mecates ixtle o de plástico, acá costales, botes chileros, alcoholeros, cucuruchos de papel de estraza o de periódico, cajas de cerveza y rejas de refresco amontonadas.
Don Alejo era un hombre de estatura baja, de pelo cano y con lentes en la punta de la nariz, lo recuerdo con su pelo entrecano ensortijado, recargado sobre sus codos en el mostrador, pantalón gris detenido por tirantes, su suéter verde oscuro abierto a medio abotonar, con las mangas hasta medio brazo y sus muchas ganas de platicar, amable y desprendido con los más asiduos a su tienda, con los conocidos y con los amigos, apenas pisabas la entrada de su local, Don Alejandro ya te estaba ofreciendo una Coca-Cola pequeña, seguida del saludo y el comienzo de una plática amena y agradable, donde se platicaba de todo y se reía de ese todo, donde la memoria afloraba en anécdotas, “ La Balanza”, nunca estaba sola, porque era el centro de reunión donde se podía tomar cerveza, entre los amigos de Don Alejandro, uno de los más constantes era Don Luis González, otro gran conversador de memoria ágil y dispuesto a compartir sin más sus recuerdos.
Las tiendas que me tocaron ver y disfrutar en mi niñez, no solo eran espacios de compra y venta, sino sitios de convivencia y socialización, donde se podían pasar buenos momentos y donde el tiempo corría despacio y sobraban madejas de hilo para tejer la historia de nuestro pueblo.