7 chaire e1595949387563 - Tienda “La Balanza”

Tienda “La Balanza”

Si de alegrarnos la vida se trataba, no éramos exigentes, los niños de mi generación, no nos aburríamos, porque cuando no era temporada de la llegada de las húngaras a la Adoberia, era tiempo de ver películas en la Plaza del Caracol, que como parte de sus promociones traían empresas cigarreras, otra diversión era ver la avioneta que pasaba a baja altura, y que con un altavoz nos invitaba a ir hasta el Jardín Principal, para que recogiéramos las pelotas que iba dejando caer, entre la gritería y jaloneos de los chiquillos; había tiempos marcados en nuestro calendario infantil para jugar al trompo con el que se competía en las suertes de: picotazos, hacerlo girar por más tiempo y para los más duchos hacerlo bailar en la mano o sobre la cuerda, también podías jugar a las canicas (molotas, cuicas, ponches, estrellitas y pirringas), al balero que siempre era de madera con el que se hacían competencias de capiruchos, el yoyo de madera o de plástico, con él, solo los expertos podían hacer el perrito, hacerlo patinar, dar la vuelta al mundo o el columpio, incluso en ocasiones se hacían demostraciones con profesionales de este juego en el Jardín Principal, tener un yoyo de plástico Duncan, Duncan Imperial, Ducan Boy o Ducan Mariposa, era otra cosa.

También había una temporada para competir en llenar los álbumes o planillas de figuritas, las podías guardar, pero la idea era jugar con ellas a los volados, intercambiarlas y conseguir alguno de las muchos regalos que había en la Tienda de “La Balanza”,  allí mismo podías cambiar y comprar con los billetitos de muchas denominaciones, llevar pacas y pacas, necesarias para llevarte un premio.

chaire edited 1024x529 - Tienda “La Balanza”

Esta tienda que se ubicaba en la Plaza Principal esquina con la Calle Vicente Guerrero (aún permanece la marquesina y su letrero) en el mero centro de la ciudad, Don Fernando Ledesma (quien fuera Presidente Municipal en el periodo 1967-1969)  y su esposa Doña Evangelina, no se daban abasto para atender a los chiquillos que nos arremolinábamos para comprar los sobrecitos de las estampitas o de billetitos, (siempre bajo la mirada serena de su gato gris, que nos observaba desde la panera vacía), con los que dejábamos tapizada de basura la tienda y la banqueta, apenas salíamos y ya estábamos intercambiando o jugando a la suerte, para poder llenar el álbum, la planilla o tener la mayor suma de dinero (en billetitos)  no era nada sencillo, y más cuando sabíamos que había una  figurita difícil, la emoción es cuando lo lograbas y podías reclamar alguno de los premios que se exhibían en la tienda, pegados en unos cartones de casi un metro cuadrado, cada planilla o álbum lleno, tenía su premio, así que había una gran competencia para poder ganar el más grande o el más costoso, yo siempre quise el helicóptero, pero con los montones de dinero (billetitos) que logre juntar en alguna ocasión, lo más que pude ganar y con mucho esfuerzo fue un monito con cuerpo de trapo y una cabeza parecida a una capsula que adentro traía un balín de metal, y que al tratar de sentarlo daba algunas marometas, no era la gran cosa pero para mí, era un gran logro, que lleve feliz a mi casa, allá por el rumbo de la Adoberia, donde las calles en tiempo de lluvias se convertían en riachuelos, y en época de secas eran polvorientos espacios, sin alumbrado público, sin pavimento, sin banquetas, donde jugábamos cuando chiquillos, a la sombra de grandes pirules o de los enormes órganos (cactus), con los que se podían hacer rodajas que nos servían de llantas para pequeños carro que impulsábamos con una vara, por las tardes venían de vuelta las vacas y los borregos, después de pastar en el campo todo el día,  seguidos de cerca por sus cuidadores mugrosos de tierra y sol, también retornaba a sus nidos parvadas de cuervos que graznaban en lo alto del cielo, dándole la espalda al sol que comenzaba a ocultarse.

En ocasiones teníamos que convivir con el olor de los hornos de las ladrilleras, una se ubicaba casi en la esquina de la calle Valentín Gómez Farías y Santos Degollado, era propiedad de Doña Lola “La tejera” (por que hacia tejas, además de ladrillos) y otro horno estaba ubicado por la calle de Otoño casi esquina con Valentín Gómez Farías, así que cuando no era uno era el otro que le daba un olor distinto a nuestro rumbo, no sabíamos de contaminación o de pasarla mal, lo común de las carencias nos permitía vivir como niños felices, en un barrio que para otros era pobre, y para nosotros era un mundo aparte, que nos dejó un sello indeleble de identidad.

  • Lic. en Administración por el Instituto Tecnológico de San Luis Potosí, Docente del Centro Universitario Iturbide